Y lo
odio por varios motivos. Lo primero que se aseguran es de que “empaquetes” a
los niños en su parque infantil, para, de esa forma, eliminadas distracciones y
preocupaciones, podernos concentrar en el amplio y excelso proceso de compra.
De todos modos este primer acercamiento ya tiene algún fleco que mejorar.
Admiten a un número limitado de niños entre semana, y apenas puedes tenerlos
una hora allí (a todas luces una gilipollez si analizamos todo lo que viene a
continuación)
Además, creo que IKEA es un foco de malos
rollos y encabrones varios con tu pareja. No hablo de mí, hablo en base a la
observación de caras, actitudes y conversaciones subidas de tono a lo largo y
ancho de los interminables pasillos de IKEA. Gente discutiendo, miradas
perdidas o al suelo, e incluso la sensación de que la mujer va por delante y el
hombre a 5 metros por detrás con cara de “¿qué coño hago yo aquí?” Y también
hablo por mí mismo. Porque a mí me provoca desazón y desidia (eso siendo
cauteloso con las palabras elegidas) y me siento un poco más gilipollas que el resto
de los días de la semana.
Además,
provoca una alienación de los consumidores que, saben para qué van
a IKEA, pero nunca saben con qué van a salir de allí. No es la primera ni la
segunda vez que me pasa aquello de que voy a IKEA (por supuesto “animado” por
mi mujer) a por “esto” o “aquello” y salimos de allí con el carro a rebosar
porque siempre hay una cosa nueva que no puedes dejar pasar.
Y es que en sí mismo me molesta especialmente que me obliguen a pasarme por todas y cada una de las secciones de IKEA, con una estructura de pasillos más propia de un laberinto que de un retailer. O no. Porque precisamente ahí radica uno de sus éxitos. Colocan pequeños caramelos a lo largo y ancho de la tienda de forma que terminas picando, para satisfacción de uno de los retailers más importantes del mundo.
Sólo
falta que nos pongan unas orejeras, como a los burros, para que se aseguren que
seguimos el camino que ellos han predefinido para todos nosotros. En cierto
modo lo hacen, y no tenéis más que fijaros en el suelo, lleno de flechas que
nos indican el camino “adecuado” para una compra “óptima”.
Y para
terminar el particular via crucis, cuando tienes apuntado convenientemente el
área donde se encuentra tu producto de medidas especiales (sobre todo si tenemos
en cuenta que a pesar de que a veces no lo parezca, ahí se va a comprar
muebles), te diriges pasillo a pasillo hasta que llegas a la zona de
“almacenaje de dichos productos”. Y ahí estás. En la inmensidad de una nave que
ya no tiene ninguna decoración ni luz más que la imprescindible para no
escornarnos por ahí. Los detalles que inundaban el “via crucis” han
desaparecido de golpe, y todo se convierte en pasillos altísimos con unas
estanterías que ya las quisiera para mi trastero, donde hay carteles con el
número de pasillo, después con el número de sección y, finalmente, con la
referencia del producto elegido (por cierto, más te vale haberlo apuntado bien,
o date por jodido y a buen seguro tendrás que deshacer el camino, con la
consiguiente frustración al cuadrado)
Y bien,
si tienes fuerza bajas tu compra al carrito, pero te das cuenta de que apenas
cabe. Logras colocarlo de una u otra forma y lo trasportas hasta la línea de
caja, donde otros compradores como tu empiezan a preguntarse cómo es posible
que –yendo a comprar una mesa para la tele (caso verídico, en mis propias
carnes)- salgas de allí con todas esas cosas.
Pagas y
te vas hacia el coche con cierta sensación de alivio a pesar de que el artículo
inicial costaba 70 euros y te vas de allí dejándote casi el triple. Pero da
igual…. Porque estoy a punto de ser libre. Veo el final del túnel, y lo único
que me importa es llegar a él. Pero no. No podía ser tan sencillo. Resulta que
el mueble original ¡¡¡no cabe en mi maletero!!!.
Explotas.
Revientas. Lo sueltas todo en un “Te lo dijeeeeeeeeeeee. Esto es una mierda y aquí no cabe", a lo que tu mujer, satisfecha por la compra realizada
responde con un “ya verás como sí, inténtalo meter entre los asientos de
adelante y los niños”. Resultado, 15 minutos sudando como un pollo y la
necesidad de unos ejercicios extra de respiración anti-estrés que terminan con
un: “cariño, te espero aquí con el aire acondicionado y los niños, pero vete y
descambia esto, porque tendremos que volver otro día con tu coche –y por
supuesto sin niños- a cargar con la caja”
Resultado:
Me voy sin lo que he ido a comprar pero con el coche lleno de cosas. Y lo peor
está por venir. Tendré que volver a cargar con el artículo en cuestión. Pero he
aprendido la lección. Iré solo y pasaré los pasillos al trote para evitar que
me coloquen una bolsa amarilla al cuello y que multitud de artículos vayan
depositándose en la misma como por arte de magia.
Y es
que desde el punto de vista del negocio admiro lo que hacen, pero como consumidor,
odio IKEA.