Los españoles -y supongo que otros muchos europeos- tenemos cierta adicción al humo. Y no hablo de los pirómanos que cada año incendian miles de hectáreas especialmente en Galicia. Hablo de lo poco que tangibilizamos las cosas.
Y no es algo puntual. Ocurre en todos los ámbitos de nuestra vida. Desde los principios de nuestra época escolar, y hasta que terminamos nuestros estudios universitarios, constantemente tocamos el humo en la forma en la que afrontamos los conocimientos que supuestamente llenan nuestra mochila con la que -por cierto- tendremos que defendernos en nuestro futuro, también llamada, carrera profesional.
Incluso aquellos que -como es mi caso- hemos tenido la suerte de hacer un máster en una prestigiosa escuela de negocios (gracias a mis padres, no a mis méritos... dicho sea de paso) hemos podido comprobar como sigue habiendo un ligero pestiño a teórico en mucho de lo que allí aprendíamos.
Es cierto que el giro es radical con respecto a la época universitaria y, aunque bajas mucho más al barro, sigues disparando con balas de fogeo. Aprendes otras muchas cosas, como a competir con tus propios compañeros y amigos, o a enseñanzas tan evidentes como la que nos enseñó Fernández Bermejo el primer día, que básicamente versaba en torno al concepto "aquí venís lloraditos de casa".
Pero de vez en cuando te encuentras con casos exepcionalmente pragmáticos, quizás debido a lo especializados que son, como es el caso del Instituto Europeo de Diseño, dónde los alumnos aprenden en estrecha colaboración con empresas y profesionales del sector.
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