Ayer, después de comer estuve con mi mujer y un amigo tomándonos un gin-tonic en la terraza de un restaurante debajo de casa disfrutando de una buena charla y de unos rayos de sol en un frío día de invierno, y entre las mil cosas de las que hablamos, salió el tema de la tecnología y su uso personal y profesional, y Manuel (que así se llama nuestro amigo) comentaba que está bien tener Whatsapp, Teams, e-mail, y otras herramientas que nos acompañan en nuestro día a día, pero que eso está afectando a la forma en la que nos relacionamos con los demás. En otras palabras, se nos está yendo de las manos en nuestra vida personal y, por supuesto, en el trabajo.
Lo cierto es que hay muchos ejemplos de lo que comentaba. Sin ir más lejos, seguro que cualquiera confesaría que en la mayoría de los cumpleaños, nos limitamos a enviar un Whatsapp, con un par de emojis de tartas, velas y un muñeco soplando un matasuegras y un breve mensaje que, deberíamos reconocer, podríamos usar "en serie" para el resto de amigos y conocidos.
No entro en lo que acabamos de vivir de la orgía de felicitaciones navideñas, porque eso seguramente merezca un post aparte, pero recuerdo que hace muchos años mi madre trataba de llamar a su familia gallega y las líneas de telefonía fija (y poco después también las móviles) estaban saturadas. Ahora, sin embargo, los principales proveedores de soluciones de mensajería (Whatsapp, Telegram, Wechat, Messenger, Skype, y otros muchos) baten sus récord de mensajes enviados para felicitar el año, superando en 2021 los 1.500 billones de mensajes en un sólo día.
Estamos perdiendo la oportunidad de hablar por teléfono, de quedar para tomar un café o una caña, y toda esta "deshumanización" se la debemos a la tecnología. O mejor dicho, al uso incorrecto de la misma, que nos ayuda simplificándonos la vida, pero eso nos está aislando de los demás. De poder llamar y preguntarle a un amigo cómo está, qué tal todo en el trabajo, en casa, qué tal sus padres y muchas otras preguntas que surgen de forma natural en una conversación, pero que no terminan de pasar si nos limitamos a felicitarnos por Whatsapp, donde casi siempre abusamos de la ley del mínimo esfuerzo.
No voy a negar que estoy afectado por esta corriente, pero seguramente el primer paso para cambiar las cosas sea reconocerlas, y en este sentido echo de menos las charlas con mis amigos simplemente porque sí. Llamarles para ver qué tal todo y tirarnos hablando de cualquier cosa media hora, como me pasó ayer mismo con mi amigo Juan, que me llamó para preguntarme cuáles fueron mis síntomas cuando me rompí el menisco, porque estaba igual que yo hace unos años... y terminamos hablando de familia, de Covid (cómo no), de trabajo y de vernos para tomar cañas y pegarnos una fiesta como las de antes. No contaré mis historias de abuelo cebolleta cuando en mis primeros años de universidad, estando en Madrid y alejado de mis amigos de Torrelavega, me escribía cartas con mis colegas para ver qué tal. Cartas surrealistas, como las que escribía con mi amigo Greñas (la carta del espejo, que sólo podías leerla frente a un espejo, y ni te cuento para escribirla).
En el trabajo creo que esta despersonalización y esa pérdida de toque humano aún ocurre con más frecuencia. A veces le enviamos un mensaje de Teams o un correo electrónico a una persona que tenemos a escasos diez metros. En vez de levantarte, acercarte a esa persona y preguntarle primero qué tal está, para de forma eficiente comentarle lo que podrías pedirle por email o Teams, nos quedamos en nuestro sitio y nos conformamos con mantener esa conversación (sin el toque personal, por supuesto) de forma telemática.
Ayer contaba Manuel que él tiene la costumbre de levantarse de su sitio cada cierto tiempo, y darse una vuelta por la oficina para hablar con la gente, preguntarles qué tal, saber de sus vidas y hacer ese networking que después te permite que todo sea más fluido cuando de trabajo puro se trata. Sin eso, estamos trabajando con perfectos desconocidos, y me gustaría aquí recordar una frase que me dijo alguien hace ya unos años: Pasamos el 70% del tiempo que estamos despiertos trabajando, así que más nos vale sacarle todo el rendimiento de esa cantidad de horas y, como poco, conocer a aquellos con los que compartimos ocho o diez horas diarias.
En fin, quizás si nos lo proponemos, podemos recuperar parte de ese toque humano del S.XX a las cosas que hacemos. ¿Probamos?