Vuelvo a tener los ojos en "modo blog". Algo ha hecho click en mi cabeza últimamente para querer retomar viejas costumbres como escupir algunas de mis reflexiones, compartir vivencias o simplemente opiniones en este rincón al que de vez en cuando se incorporan algunos lectores. También soy consciente de que últimamente abundan temas poco personales. Poco íntimos. De escritura ajena y de dificil digestión para la mayoría. Así que, si prefieres los post personales a los que hablan de marketing, este post va para ti.
Todo empezó este lunes. Un lunes previo a Semana Santa. Un lunes cualquiera en el que después de pasar unos días en familia en El Espinar, me pasé por el fisio de 5 a 6, y luego decidí que debía poner algo de orden en mi cabeza y me acerqué a la peluquería a cortar mi escaso pero descontrolado pelo (blanco). Y precisamente en la peluquería, fui testigo de una situación esperpéntica. Apenas cinco minutos de espectáculo gratuíto que ha alimentado mis neuronas durante buena parte del día de hoy, hasta que he decidido colocar los dedos sobre el teclado y ver qué ocurre.
Si estás perdido, no te preocupes. Ni huyas a otras web más interesantes. Espera un poco más y te cuento, pero antes, y para abrir boca, permite que copie esta frase que se le atribuye al escritor
Michael Hopf, y que sirve para contextualizar el resto de pensamientos que vienen a continuación.
Los tiempos difíciles crean hombres fuertes,
los hombres fuertes crean tiempos fáciles,
los tiempos fáciles crean hombres débiles,
y los hombres débiles crean tiempos difíciles.
Venga, vamos a por ello. El contexto lo tenemos. Ahora me toca contaros la escena de ayer, y luego seguimos con las conclusiones y otros pensamientos "de todo a cien".
La escena:
Me estaban cortando el pelo. Últimamente pido que me lo corten todo a maquinilla. Para más detalles, me lo cortan al 2. Total, para el poco pelo que tengo, mejor llevarlo corto que largo. En esas estaba, con mis manos debajo de la tela que te ponen alrededor del cuello y que te llega hasta las rodillas para no llenarte de pelos, y mis ojos sin otra alternativa que mirarme en el espejo durante el (afortunadamente poco) tiempo que duran las "operaciones" de Andrés (que Lorena asegura que no se llama así, pero hasta que resolvamos esta situación, vais a permitirme que no le cambie el nombre que mi cabeza tiene reservado a este muchacho).
Por cierto, qué situación tan incómoda mirarte al espejo en según qué situaciones, ¿verdad? Porque en los 10 minutos que dura aquello, no dejas de mirarte y pensar cosas de lo más superficiales:
Qué viejo estás macho, se te caen los ojos, mira cómo brilla la calva... ¿será normal?
Es como si te hubieran atado de pies y manos y te colocaran palillos en los ojos, como en La Naranja Mecánica, sin darte otra opción que mirarte y pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Seguramente no para todos, pero sí para mí.
Pero no es de esto de lo que quería hablaros, aunque ya que estamos, os dejo mi "nuevo look calvorota 2.0", para que nadie pueda decir que no escribo post personales y que me desnudo ante vosotros.
El caso es que además de no poder evitar observarme en el espejo, tampoco podía no escuchar lo que ocurría en la silla que estaba a mi espalda. Con alguna neurona funcionando a medio gas pude entender que Pablo, un chaval de unos 12 o 13 años, debía tener una comunión uno de estos días y su madre le había llevado a la peluquería para estar guapo en dicho evento.
En un momento dado escuché a la peluquera (Sonia; aquí Lorena y yo coincidimos en su nombre) decirle a la madre que iba a arreglarle un poco el flequillo al muchacho, a lo que éste contestó que solo un poco, y que él no quería peinarse hacia ningún lado, como acababa de declarar su madre, que decía que (como con el mondongo) Pablo "calzaba" hacia la izquierda. Mal augurio de lo que ocurriría justo a continuación.
La peluquera debió cortarle el flequillo que el chaval tenía hacia abajo, prácticamente hasta sus cejas, y de pronto, se escuchó un grito:
- "Nooooooo. ¿Pero qué coño haces, joder?"
Y veo por ese espejo que solo me devolvía mi cara, que un chaval delgadito se levanta de la silla ante el estupor de su madre y la mirada atónita de la peluquera.
- "Menuda mierda, a mí no me tocas más el pelo. Me voy de aquí"
Y la pobre madre que no sabía dónde meterse. Y yo feliz de intentar jugar con los espejos de la peluquería para ver otra cosa que mi careto, decidí concentrarme en el nuevo y gratuíto espectáculo que estaba teniendo lugar en la peluquería. La peluquera diciéndole a la madre que apenas le arregló un centímetro el flequillo, y la madre justificándole a la peluquera que el niño le había dicho que no tenía que habérselo cortado.
El caso es que, al parecer, Pablo se había quedado con el corte a medio terminar, y la madre salió a la calle en su búsqueda. Mientras se excusaba con la peluquera, yo veía cómo el niño le daba patadas a un bolardo de hierro que había en la acera, a escasos cinco metros de la puerta del local. Veo a la madre salir y hablar con el niño, visiblemente enfadado, y con constantes gestos de rabia y lo que, en mi opinión, eran gritos e incluso lloros.
Cinco minutos después entra la madre agarrando al zagal del brazo. El niño gritando cosas como:
- "A mí esta tía no me vuelve a tocar", mientras que la avergonzada madre le pedía por favor que se calmara, y que tenía que terminar de cortarse el pelo, pero que no iba a tocarle el flequillo.
Un par de minutos más entre sollozos, y Sonia termina su tarea entre ademanes que exteriorizaban su evidente enfado con la situación. El niño se va corriendo de la peluquería y tan solo queda por acontecer el último acto. Y ya sabéis cómo son los finales de las buenas historias. Dejan la posibilidad de un giro que satisfaga a los espectadores. En este caso, permitidme que me considere el único espectador, ya que de un modo u otro, el resto de personas que estaban en la peluquería, son protagonistas o al menos, actores secundarios.
La madre de Pablo se dispone a pagar, entre balbuceos que interpreto como excusas por el comportamiento de su hijo, cuando de pronto, el chaval vuelve a entrar en escena y agarrando a su madre por el brazo le dice:
- "¿Pero qué haces mamá? ¿Eres tonta o qué? ¡¡No vamos a pagar a esta tía por lo que me ha hecho!!"
La madre se suelta como puede de los agarrones del chaval, y entonces, completamente enfurecida por la situación, Sonia sale de la peluquería y entre gritos le dice al mancebo:
- "¿Tú quién te crees que eres, chaval? Si no te gusta cómo te he cortado el pelo, pones una reseña, pero tu madre ha pagado por un corte, y es lo que he hecho, así que tú calladito, que solo me faltaba esto."
En mi fuero interno aplaudo a Sonia. Bueno, hubiera aplaudido si hubiera tenido las manos libres, pero debajo de ese trozo de tela, no podía hacerlo... Y tampoco me parecía adecuado del todo, así que me limito a observar completamente absorto el final de la historia. La madre paga y se van. Yo miro a Andrés y resoplo. No quería decir nada. ¿Para qué echar más leña al fuego? Pero de pronto, escucho que de mi boca sale un comentario:
- "Hay que ver cómo está el tema, macho. Estamos criando gilipollas, y no nos damos cuenta que nosotros somos los verdaderos culpables de todo esto."
Andrés (prudente como nadie) hace una mueca que interpreto de asentimiento y continúa su labor. Le pido que por favor me rebaje un poco las patillas, me muestra mi calvicie en un espejo de mano y después de retirar los pelos de mi cuello, retira el trapito que me colocó antes de empezar a cortarme el pelo, me levanto, pago los 15€ de rigor y me voy a casa a ducharme con la sensación de que estamos haciendo algo mal como sociedad.
Las conclusiones
Sin entrar en demasiadas consideraciones ni "reflexiones de garrafón", creo de verdad que la cosa se nos está yendo de las manos. Yo no recuerdo haberle montado un pollo parecido a mi madre jamás. Menos aún avergonzarla en público con mi actitud de niñato. En cierto modo, lo que está ocurriendo con los adolescentes de hoy, es que han perdido el respeto a cualquier autoridad. Padres, profesores, entrenadores deportivos y... hasta peluqueros.
¡Cómo está el mundo, Ramón!.